domingo, 28 de diciembre de 2014

La rana hervida: informe sobre la muerte y resurección del periodismo (II)

Por Jorge Bustos

Fuente: JOT DOWN

 28/12/2014



El edificio New York Times, Nueva York, 2012. Fotografía: Geoff Livingston (CC).
El edificio New York Times, Nueva York, 2012. Fotografía: Geoff Livingston (CC).


Signos de vida más allá de Orión
Como dije al principio   en la primera parte de este artículo, miramos a nuestro alrededor
 y florece el periodismo por todas partes. Y entre la floresta hay muy buen periodismo.
Y como en los orígenes del oficio, su ejercicio ya no se remunera
 decentemente: acostumbrémonos a que la aspiración a un salario digno vaya a ser cosa
 de unos pocos especímenes darwinianos en una profesión que, por otra parte, ha
 ejercido cualquiera durante seguramente demasiado tiempo. Tenía mucha
 razón el cruel Cebrián al anunciar a los periodistas de El País, antes de un ERE:
 «No podemos seguir viviendo tan bien» (salvo él). Cuando le cuentas a un joven
 periodista de un medio digital lo que cobraba o incluso lo que sigue cobrando un
 redactor medio de El País, la mandíbula de tu interlocutor comienza a descolgarse
 en un remedo perfecto de El grito de Munch. Y ni unos valen tanto ni otros valen 
tan poco, ni en un mundo en que hay veganos y garantismo judicial debería suceder
 que Jorge Javier Vázquez fuera retribuido con 20.000 machacantes por cada
 Sálvame diario. La diferencia es que Jorgejá es rentable para su empresa y
 los periodistas serios, no. Estos tendrán que resignarse a una nivelación a la 
baja o a una jubilación merecida, y de este modo la nueva era lunar del periodismo, 
o periodismo postindustrial, habrá cumplido al menos una vieja fantasía del becario
 talentoso taponado por el dinosaurio de la Santa Transición.
(Ancianos que queréis morir engarfiados senilmente a la columna o al micrófono, soltad
 vuestras garras amarillentas de la zozobrante balsa del empleo periodístico. Directores,
 jefes de sección mezquinos, que no pensáis en otra cosa que en vuestro puesto
 permanentemente amenazado: sed inteligentes y conceded la oportunidad al joven
 que no es menos capaz de lo que lo fuisteis vosotros cuando os la dieron, y habréis
 ganado a un amigo para el incierto futuro. Dejad que vivan de su trabajo los jóvenes
 que lo merezcan, pues no están peor preparados que vosotros cuando otro vetusto
 centinela del espíritu de Pulitzer os cedió el testigo. Hemos descartado demasiado rápido
 que los jóvenes no lean periódicos por la sencilla razón de que no se sienten
 representados y ni siquiera concernidos por el sermón de los opinadores provectos
 que siguen copando los espacios de privilegio en los diarios. Que se cumpla el ciclo de
 la vida y brille en la sociedad esa pequeña constante de inteligencia y cultura que se 
conserva de generación en generación, según calculó Cipolla. Y jóvenes exhaustos 
de vocación quebrantada: comprometeos a leer a los clásicos y a librar después 
conmigo una guerra generacional que es ley de vida, pero que hoy resulta más legítima
 que nunca no solo por ese cincuenta por ciento de paro juvenil en España sino por la
 precariedad que añade la crisis global de la industria al cincuenta por ciento restante,
 ese que se aferra al salvavidas apenas mileurista remolcado por la balsa zozobrante).
Solo muerto Suárez hemos podido leer la formidable entrevista censurada a
 Josefina Martínez del Álamo en elABC de 1980. No puede ser una inteligencia 
mediana, según insistían sus detractores, la que disecciona así el proceder endogámico 
de la tribu canallesca que ya empezaba a cocerse en la «gran cloaca madrileña» no bien
 estrenaba la libertad de expresión: «Escriben para ellos mismos… Los comentarios
 políticos suelen ser mensajes que no entiende casi nadie. De ahí que la prensa tenga
 cada vez menos lectores. De ahí que los políticos estén cada día más separados del
 pueblo… Porque han acabado todos cociéndose en la gran cloaca madrileña… 
Y molesta mucho que yo hable de una gran cloaca madrileña. ¡Pero es verdad! No existe la preocupación de sobrevolar por encima. Nadie intenta hacer una crítica objetiva de las actuaciones políticas, con independencia del partido que realiza la acción». Cualquier plumilla que haya viajado empotrado en una caravana electoral o patee los pasillos del Congreso identificará enseguida esta omertá infamante de la que habla Suárez, esta hermandad acotada de ventrílocuos autorizados en que ha degenerado el periodismo político español, cuya incompetencia léxica por otro lado sonrojaría a cualquier editorialista del franquismo. Han triunfado los gabinetes de prensa, que se inventaron nunca para canalizar la información sino para taponarla, para evitar la obscena exhibición de un hombre sincero, adulterar la coca pura de la verdad con la aspirina del lenguaje formulario, el tópico aceitoso, la hipócrita fraseología de la razón de Estado. Al final el lector representa el último interés de un reportero de partido, y el lector ha correspondido con simétrica indiferencia. Por eso hay que agradecer al Gran Estallido que la primera especie en ser aniquilada vaya siendo la del reportero que dice valer más por lo que calla que por lo que cuenta, aforismo mezquino que solo delata cobardía, venalidad, adicción al gañote en reservado de comadres y cálculo de trienios para una áurea retirada de libre designación. Que se extinga la tribu y advengan los lobos solitarios.
Creemos por tanto que hay razones para la esperanza. Para empezar no está nada clara la desaparición total del periódico; quiero decir de su formato intelectual, no de su soporte. Si desaparece el periódico, ¿de dónde demonios copiarán las webs? Durante siglos el periódico ha fiscalizado al poder y divertido al pueblo —cuando ocurre al revés se le llama BOE—, y durante decenios su personal receta diaria de información y opinión ha nutrido generosamente no solo a parrillas y escaletas, tertulias y noticieros, sino también a los propios agregadores de noticias online, pomposamente autodenominados «diarios digitales», parásitos voraces del ecosistema. Es cierto que hay portales medianos capaces de pagarse su propia redacción y sus propios reporteros, que salen a la calle y traen noticias propias a la web: es el ideal y de su consolidación depende el futuro mismo del oficio en su esencia más noble.
Ahora bien, curiosamente los parásitos son los primeros en seguir fiando su dieta al papel en vez de alimentarse de otros animales cibernéticos. Perro no come perro, se conoce. Y cuando digo papel me refiero también a las webs corporativas de las grandes instituciones periodísticas, las que empezaron y resisten en papel. En España y en cualquier país, junto a unos pocos portales bien posicionados y nacidos ya en la web, las páginas de noticias más visitadas —y replicadas— siguen siendo por regla general las versiones digitales de las tradicionales cabeceras que lideran la venta en quioscos. Esto no es casualidad, sino tradición. Y lo que no es tradición es plagio, apostilla Google.
Por más que la noticia más visitada de la web del Times a lo largo de 2013 no haya sido un reportaje ni una entrevista ni una exclusiva, sino una infografía interactiva que permitía al lector identificar la región que corresponde a su forma de hablar, podemos apostar a que la misma infografía alojada bajo otro paraguas menos prestigioso no habría conseguido tantas visitas. Hay expertos en esto del metaperiodismo que piensan que el mismo prestigio de estas venerables compañías es una invitación al inmovilismo y un canto a la improductiva maniobra del avestruz, pues les impide bajar a sus mejores efectivos de la agónica rueda de hámster cotidiana para incorporarse al liderazgo de la revolución tecnológica, que ahora mismo se está haciendo sin ellas, e incluso contra ellas. Esta actitud nos resulta de lo más familiar en España: que inventen ellos. Y vaya si están inventando.
Fotografía: Dulnan (CC).
Fotografía: Dulnan (CC).
Pero contra lo que opinan esos expertos, yo creo que el enroque de las grandes marcas en su modo de hacer y en una línea editorial reconocible es la táctica más inteligente para hacer menos dolorosa la transición. Yo creo que el bloguero anónimo sigue ambicionando el cobijo de El PaísEl MundoLa Vanguardia o ABC porque sabe que alojar al fin su trabajo bajo esas manchetas honorables le granjea la sanción secular del oficio, el escaparate decididamente nacional, una remuneración más o menos primermundista y la dulce envidia de otros blogueros que no logran dar el salto a la canónico. Todo underground aspira secretamente a ser mainstream, como nos ha enseñado la historia del rock más maldito. Un meritocrático trasvase de creatividad desde internet a la vieja marca y un correlativo rescate de la precariedad amateur por parte de la gran compañía componen una sinergia inteligente de la que ambas partes, sumando sus lectores respectivos, seguirán beneficiándose en el futuro, lo que contribuirá a dulcificar la travesía en el desierto. Por el camino las empresas tradicionales deberán adelgazar mucho para no morir de obesidad mórbida —esos jefes calcificados que se niegan a cualquier innovación, a cualquier bendita travesura propuesta por el junior invocando sus (a todas luces excesivos) treinta años en la profesión—, pero seguirán en pie, porque si algo ha provocado internet, aparte del abaratamiento de la producción, es una búsqueda ciega de fiabilidad en el caos, y ese valor pertenece a la tradición. Que las grandes instituciones periodísticas se centren en discriminar y bendecir con su reputación los contenidos que otros producirán desde miles de focos ingobernables que ya tienen suficiente con nacer y ponerse rápidamente a sobrevivir.
Pasado un tiempo, consumada la existencia de la rotativa, ya nadie recordará qué periódico online tuvo una época en que dejaba tinta en los dedos y cuál fue nativo digital, que dicen los cursis. Los que hayan sobrevivido lo habrán hecho por elegir bien entre una de estas tres opciones de supervivencia: a) periodismo a la carta con publicidad en microtarget, o sea, dirigida prácticamente a individuos de gustos fichados; b) instauración medianamente exitosa del muro de pago o transacción con Google; c) subvención filantrópica o estatal indirecta mediante campañas institucionales.
Asimismo, habrá que asumir que el medio en el que trabajemos o en el que nos informemos habrá abandonado la pompa del cuarto poder para quedar sujeto humildemente a flujos múltiples de información en red: ningún medio puede ya vencer en velocidad o difusión a Facebook o Twitter. Los primeros en sugerir el dopaje de Lance Armstrong  fueron los frikis de una web de ciclismo que entrevistaron a un médico experto en sustancias dopantes. Las redacciones habrán dejado de parecerse a talleres industriales para mutar a cámaras de comercio de datos específicos y división de rastreadores. Forjarán alianzas, emplearán puntualmente a más especialistas de lo suyo. Y si bien se mira, señores, esto se lleva haciendo toda la vida. ¿O acaso no se le ha dado siempre una columna a un criminólogo el día después de que la niña apareciera descuartizada en el descampado?
Algunos zahoríes del asunto mediático lo resumen así: «El periodismo del siglo XXI debe pasar de revelar secretos a explicar misterios». Se quiere decir que los grandes secretos se van volviendo imposibles ya de sostener y que hoy los devela cualquiera con un móvil. Yo tengo mis reservas frente a esa epidemia de pupilas como bolitas de alcanfor que cantan el pretendido avance de la transparencia. Nadie en su sano juicio usa las redes sociales para desnudar su más honda intimidad sino para estilizarla (y opacarla calculadamente, por tanto), y menos aún la intimidad de alguien poderoso. Y a los que no están en su sano juicio se les vetan las entradas. De hecho, yo y cualquier colega del oficio con cierto acceso al Congreso de los Diputados conoce secretos íntimos de la clase política española que evidentemente no va a contar por irrelevantes, pero que quizá ese ciudadano perturbado con móvil no consideraría irrelevantes. Funciona ahí un saludable filtro profesional. Así que transparencia según y dónde. Ha sido así desde los tiempos de Cicerón, y cuando la omertá se vulnera suele suceder precisamente por mandato político del rival de turno, como parece que fue el caso de la querida deHollande. Un caso más edificante de silencio guardado contra todo pronóstico fue el secuestro del reportero de guerra Javier Espinosa en Siria, que todos en el oficio supimos callar durante semanas y hasta meses por el bien del interesado y a petición de la familia. Un milagro moderno.
Concuerdo en cambio con eso de cubrir misterios, que quiere decir aportar contexto en un mundo sin clarificación sencilla. Esa sí es tarea del nuevo periodista, y una tarea ingente. El valor añadido no lo vamos a encontrar en lo que los autores de Periodismo postindustrial llaman «las calorías vacías de las agencias». Lo vamos a encontrar en la vindicación del humanismo, en el periodista intelectual, en el retorno del periodista a la cultura. Parece osado aventurar ese perfil bajo la hégira fláccida del dominante fenotipo tertuliano. Pero si los misterios se enredan cada vez más bajo el griterío cibernético, la única manera de desliarlos pide una inteligencia aguda, un conocimiento autorizado y un lenguaje expresivo.
Cada vez habrá menos periodistas, pero también hay muy pocos jueces en proporción a la población de un país. Igual es que había un superávit de comunicadores inasumible por el mercado. Igual unas oposiciones a periodista ayudarían a resolver la precariedad del oficio y de paso a cribar a los incapaces o a los enchufados. Ya son poquísimos los periodistas de primer grado, los reporteros pagados por salir a la calle a cubrir y a contar. Abundan en cambio los periodistas de segundo grado, analistas del material que afluye sin cesar a la red, inventores de enfoques nuevos o habilidosos en relacionar los ya existentes. Ya son mayoría los portales de información que se dedican en realidad a rehacer temas sabidos bajo nuevas ópticas y normalmente con mejor prosa. Es la lógica cortesía que se debe al lector por no informarle de nada nuevo, sino ayudarle a despiezar el transparente caos que convirtió en un vodevil interactivo la persecución de los terroristas del maratón de Boston, por ejemplo.
Los tertulianos. El tertuliano no es contingente sino necesario en los regímenes de opinión pública. Necesario porque abarata los programas en un tiempo de cadenas múltiples y presupuestos modestos. Y necesario porque amplifica el eco de noticias que merecen ser amplificadas. Por otra parte, en España los tertulianos suelen ser galanes vetustos y esfinges correosas que lucharon por la democracia y oyeron el silbido de las balas de Tejero, de modo que un sillón de tertulia les allega el retiro dorado del guerrero, con distintivo magenta. Las objeciones son también evidentes. La primera es el estado de desmoralización que inducen en las jóvenes vocaciones, melancólicas de antemano no solo ante el tapón saurio que les impide promocionar sino ante el espejo cruel del más optimista de sus futuros. La segunda que, al ser el español un tipo que promedia cuatro horas diarias de televisión, la sociedad ya ha trazado una sumarísima equivalencia entre periodismo y tertulia que explica las notas que saca el oficio en el CIS. El periodismo no es eso, claro, pero id a explicárselo al televidente español, que o bien carece de mejor término de comparación o bien un día vio La clave y ahora puede ejecutar la más letal de las comparaciones. La que delata una réplica fiel en pantalla de la partitocracia: la tertucracia. La voz de su amo y la oratoria de peluquería.
Pero resistamos otra vez la tentación jeremíaca. Hay un periodismo televisivo plausible, de sumario, reportaje y entrevista, de línea editorial y audiencia fiel por más que no mayoritaria: son verdaderos periódicos catódicos.Ana Pastor hace uno de izquierdas y Ana Samboal hace uno de derechas que además se llama diario. Se ve que es periodismo en que tienen detractores, a veces apasionados. Del potencial periodístico del que puede cargarse la televisión nos convence aquel reportaje ficticio de Jordi Évole sobre el 23F, cuyo crédito viajó mucho más lejos de lo que los inocentes de primera hora querrían hoy reconocer. El autor demostró que el poder de persuasión del medio, a poco depurada que se presente la factura técnica, sigue intacto, y de paso hizo algo meritorio: tirar violentamente del caballo a sus más devotos feligreses, incapaces de conciliar al bufón bienhumorado y al intrépido reportero en la misma persona, sacrílega contaminación que no le perdonan.

Una trabajadora en las rotativas del Pravda, 1959. Fotografía: RIA Novosti (CC).
Lo cierto es que los periodistas (la entrañable «canallesca») nunca han gozado de buena reputación ni jornal fastuoso salvo en las cuatro décadas que van de 1940 a 1980, edad de oro en que el periodismo denunciaba guerras y formaba conciencias, dice Fallows. Antes y después al periodista se le ha criticado por apoyar una causa y por traicionarla, por hacer preguntas y por no hacerlas, pero ahora que la clase dirigente le ha tomado gusto a las comparecencias unidireccionales el pueblo redescubre la utilidad del cotilla profesional. En cuanto a la radio, sus locutores más carismáticos garantizan el futuro de un infotainment que en España mezcla con razonable medida el servicio y el ocio, el editorialismo y el desenfado, aunque cabría desear que manejaran el mismo número de palabras que aquellos locutores del NO-DO.
Nunca ha sido tan fácil ni barato editar libros o rodar un documental, si bien esa misma facilidad halla su contrapartida en la dificultad proporcional de su estreno o de su venta, respectivamente. La tecnología es una lonja y también una aduana: oferta tanto producto que divide fatalmente la demanda del comerciante.
En cualquier caso, demos de una vez al césar telemático lo que es suyo. Internet: inmediatez, universalidad de acceso, abaratamiento de costes, más árboles en la Amazonía, borgiana hemeroteca constantemente actualizada y perdurable. Hoy ningún bulo periodístico resiste muchos minutos sin el desmentido del celador insomne que es Twitter, por ejemplo. Eso es bueno. Tampoco es la panacea, porque el tuitero, que al fin y al cabo es un hombre todavía, elige sus intereses —o sus apetitos— y soslaya otros, lo que convierte en tendencia las gilipolleces más empinadas o blinda endogamias ideológicas de seguidores seguidos. Cada vez hay más casos como el de Suzanne Moore, columnista del Guardian, que se declaró harta de Twitter porque solo le seguía gente que estaba de acuerdo con ella. Y es cierto que el debate constructivo nunca ha regido la conducta tuitera, pero ni humana en general. De hecho, sabemos que el 2.0 es la patria del esputo sectario, anónimo, sordo y fugaz, y que desde la aparición de internet las puertas de los baños públicos comparecen impolutas. Yo no sé si Twitter fomenta militancias más ciegas y sectarismos más insomnes que aquellos a los que siempre han tendido las humanas afinidades electivas; pero sí que los ha hecho más visibles. Como en todo, se trata de saber a quién seguir. Y oye, los egipcios de Tahrir pudieron colocar su mensaje al mundo sin mediaciones.
Además, hoy se lee más que nunca. Yo mismo, antes de ponerme a aporrear el teclado cada mañana para ganarme el pan —el mendrugo—me doy cuenta de que me he leído diez columnas, un par de ensayitos digitales, veinte noticias en diagonal y un rosario de filosofías de galleta china colgadas en el Facebook de mis amigas. Y luego, mientras escribo, en cada parón abro una pestaña y leo más cosas. Y por más que filtremos por gusto o interés, uno acaba absorbiendo pensamientos plurales, observaciones insólitas, frivolidades, sesgos que podrían obligarte a reordenar tus prejuicios. Incluso a eliminar alguno en un momento de debilidad. Esto lo ha traído internet, y a menos que las nuevas generaciones alcancen el modo de vetar definitivamente el alfabeto durante sus navegaciones, acabarán leyendo, así sea por accidente. Y cuando se lee y se tropieza uno con algo bueno, se experimenta un tipo de placer intelectual que no se parece a ninguna otra cosa y que reveló a Aristóteles el encabezamiento apodíctico de su Metafísica: «Todos los hombres desean por naturaleza saber».
Twitter crea adicción, quita de leer (¡y escribir!) libros, jibariza las entendederas, fomenta la balcanización endogámica de la red (ese onanismo estéril del seguidor seguido) y demasiadas veces ejerce sobre el periodista una doble censura: la ambiental de la corrección política y la autocensura que nace del temor a perder seguidores. Pero ojo: Twitter también abre notables mediterráneos. En la almoneda del pajarito bulle un comercio diario de enlaces a artículos, y aunque de esa transacción el autor no recoge ni un céntimo —la cultura de la gratuidad en Twitter es un desahogo de malcriados: dice Charlie Brooker que si internet diera masajes gratis, la gente se quejaría cuando parase por dolor de pulgares—, sí obtiene réditos de popularidad para su trabajo. Lo cual a la larga puede traducirse en dinero, porque si es cierto que el número de seguidores no mide en absoluto la valía de un periodista, desde luego sí aporta una tasación de su eco editorial, y por tanto publicitario, y por tanto económico. Así, esta nueva edad de oro del columnismo —a la que se dedican congresos como el de enero de 2014 en la Universidad de Málaga— y su reflejo en Twitter representa un fenómeno absolutamente esperanzador que ya saca del anonimato a blogueros de talento topados contra el hermetismo de los medios tradicionales, esos que tantas veces hipotecan sus preciosos espacios a la gloria senil, al tertuliano lugarcomunista, al mero personaje televisivo, al expolítico del favor aquel. La columna es un género netamente español con una tradición viva y un reemplazo asegurado a poco que se abran los ojos. Su indeclinable aceptación entre los lectores entronca con el genio mediterráneo y su cólera de café, pero también con el genio individual del hombre que, a falta de lírica romántica alemana, propuso periodismo de opinión y que, hecho esto, se pegó un tiro en la cabeza al recordar que escribir en España algo más largo que una columna es llorar. Larra como rareza europea, como noventayochismo recurrente, sigue en auge, y si esta flor de la columna es la única que florece en el paisaje lunar, reguémosla. No abortemos esta característica mutante del Volksgeist que ha dado cumbres como Azorín, como Ramón, como Camba, como Ruano, como Umbral pese a sus estomagantes imitadores.
Y quien dice la columna dice la crónica, que es un relato de hechos tamizado por un modo de mirar. O el reportaje, cuyo ritmo mejoró definitivamente con las aportaciones personalistas del Nuevo Periodismo. O la entrevista, cuyo único reto bajo el régimen de la corrección política exige romper ya esta pauta inexorable: lo que interesa no se puede decir y lo que se puede decir no interesa. En cualquier género, insisto, lo que importa es el factor humano y el uso del lenguaje. No se trata de adjetivar más ni de disparar metáforas, sino de poner el hecho a desfilar vestido con su correspondiente interpretación, más o menos elegante —la elegancia en sentido flaubertiano: cada idea exige una forma unívoca de expresión, y no otra—, pero siempre ofrecida seductoramente al lector.
Esa seducción seguirá funcionando, como prueba el hecho de que nunca han tenido los periódicos tantos lectores, realidad compatible con la de que nunca han ingresado menos dinero por publicidad. Sucede que el anunciante no confía —con buen criterio— en el impacto del banner sobre el febril usuario tanto como confiaba en el del faldón sobre el lector tradicional. Es famosa la frase de aquel directivo: «Sabía que estaba tirando la mitad del presupuesto destinado a publicidad; lo que no sabía es qué parte». Se sabrá qué parte con exactitud según progresen las técnicas de métrica online, redistribuyendo el maná por las doce tribus de internet y premiando al peso la influencia, no solo la vistosidad.
Por más que el hombre se embrutezca con lo audiovisual, la palabra tiene aún mucho que decir. Siendo joven y reflexivo llegué un día a una conclusión asombrosamente simple de la que sin embargo estoy orgulloso: una imagen nunca podrá valer más que mil palabras porque hasta para proclamar esa altiva sentencia se han necesitado todas y cada una de las palabras que defienden la idea de que una imagen vale más que mil palabras. Una imagen sin palabras es muy poca cosa en la mente de un sapiens sapiens, que enseguida querrá verbalizar su reacción, describir su confusión, su acuerdo, su discrepancia. Aún falta para que volvamos a ser monos afásicos en la contracción final del universo. Lo mejor de las series son los diálogos.

Fotografía: Nicolas Alejandro (CC).
«El negocio de los periódicos tiene que ver principalmente con las opiniones de los hombres», descubrió en 1731 el impresor Benjamin Franklin, apellido que apadrina a un tiempo la democracia y el periodismo modernos (su hermano James fue el primer hombre de la historia en informar de un escrutinio electoral). Su labor fue amargamente criticada por otro patricio yanqui, Thomas Jefferson: «Los impresores viven del fervor que pueden encender y de la discordia que pueden sembrar». Como veis la polémica es muy vieja: no llegó con Pedro J. «Los primeros periódicos americanos tendían a parecer una larga e ininterrumpida invectiva, una flota irregular de barcazas de estiércol», escribe Lepore. Así era en Europa también. Luego la profesión se fue refinando, el paladar democrático se desarrolló al mismo ritmo que la idea de contrapoder mediático. Nacieron los géneros periodísticos y los códigos deontológicos y las facultades del santo oxímoron: ciencias de la información. Pero en el principio de todo no estuvo la información, sino la opinión. Las ganas irreprimibles de decir lo que pensamos del mejor modo que sepamos. Ahora muchos denuncian que el periodismo ha degenerado en opinología y yo digo que eso es señal de que volvemos al principio, donde todo está por hacer. Nada menos que veintidós periódicos se editaban en las trece colonias en el año 1764; ya eran cuarenta en 1774 y setenta y dos en los recién estrenados Estados Unidos de América del 1800. Tenían escasa tirada por mero analfabetismo, y tenían identidades encontradas y carismáticas. Internet inaugura un analfabetismo funcional, vuelve a tribalizar al público y suspende el imperio de la ley y el orden al tiempo que crea y divulga nuevas leyendas sobre los mejores revólveres a este lado del Pecos digital: de momento esto es Deadwood y toca defenderse a tiros. Defendamos lo nuestro hasta que llegue el sheriff que obligue a los rateros a pagar por nuestro trabajo. Pero tengamos claro que al periodismo, como siempre, lo acabará salvando la opinión, la interpretación de lo que sucede. El periódico es un órgano de opinión: está opinando, también cuando informa, desde la misma elección del tamaño de letra y el lugar de un titular.
Cité al principio la analogía de la rana de Kaiser. El viejo periodismo ha hervido en la olla como su rana. También Camba en su impagable labor de corresponsal se comparaba a sí mismo con una rana viajera, cronista saltarín que andando el tiempo descubre, asombrado, que el sujeto de sus crónicas no era el extranjero sino él mismo: «Yo estoy en mis colecciones de crónicas extranjeras como una rana que estuviese en un frasco de alcohol». Y se trata de un formol delicioso, embriagador, capaz de conjurar el deterioro inexorable que condena al periodismo de hoy a envolver el pescado de mañana. Para destilar un periodismo así, duradero y rentable, habrá que intentar escribir y pensar como Camba. Rehumanizar el periodismo, combatir al algoritmo con sudor, con deseo, con el polvo de los volúmenes legados por sabios muertos. Al final, nos quiere decir Camba, la única noticia que interesa sigue siendo la cara de las personas, y el efecto que sobre ellas tiene la actualidad.
Recordemos que a Ruano se le hacía penosa la corresponsalía del ABC en Berlín —¡y corría el 1940!— porque debía despachar a diario por telégrafo «aquellas letras menores que tenían algo de empleo, de burocracia de la profesión libre, y nunca en realidad me entusiasmaron, porque hay que hablar de lo que pasa, y lo que pasa es precisamente lo contrario de lo que queda, y porque cada vez estoy más seguro de que lo interesante en un escritor no es que nos cuente eso de lo que pasa, sino lo que le pasa, lo que le ocurre a él. Todo lo que directa o indirectamente no es autobiografía acaba por no ser nada». El oficio se reinventará cuando apueste de nuevo por lo viejo, que si llegó a viejo es por algo; cuando confine la obsesión objetivista al ámbito del teletipo y el boletín, y presente batalla por el flanco que le asegura la victoria sobre la máquina, que a objetividad siempre será imbatible: el flanco de la mirada personal, resueltamente subjetiva pero no falaz, juramentada para no añadir nada a los hechos que no sean reflexiones, apostillas, contextos, condenas, aplausos. Nunca otros hechos pero siempre el juicio humano, porque el mundo del hombre es el mundo del sentido (Octavio Paz) y si hay algo que reclama a gritos —literalmente a gritos— la intervención del sentido, eso es el babel que internet profiere. El mundo siempre fue complejo, pero se puede contar como compete a las personas. Ahí tenéis casi toda la producción de Manuel Chaves Nogales para recordar cómo se hacía. Su pequeño boom editorial, como el de Camba, no debiera entenderse como un tributo nostálgico sino como una invitación a repetir la fórmula. Entonces el periodismo volverá a cautivar al lector e incluso puede, ¡puede!, puede que a este le apetezca al fin pagar por periodismo.
No he tratado en este ensayo de inventar nada, sino de sistematizar las ideas de otros y sobre ellas ir construyendo las mías propias, que seguramente tampoco sean muy originales. Al final vengo a decir que la crisis es el estado natural del periodismo, que como diría Pla todas las cosas tienen una cadencia indefectible, que no hay remedios mágicos, que lo único importante es leer a los clásicos y contar las cosas lo mejor posible con la mayor independencia de criterio que nos permitan. Que si la estrella nodriza del viejo periodismo ha estallado, su añeja luz seguirá viajando hasta nosotros desde sus miles de parpadeantes pedazos a la deriva. Que el periodismo en realidad no puede morir porque en ese preciso momento alguien dará la noticia de su muerte y estará haciendo periodismo.
Hay derecho a lamentarse, pero hagamos pronto el duelo. El periodismo ha muerto: ¡Viva el periodismo!

Un niño vendiendo The Washington Daily News, 1921. Fotografía: Library of Congress (DP).

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